Desde el año 2008, con el inicio de la crisis económica, los ciudadanos de a pie nos hemos ido acostumbrando a una nueva terminología relacionada con esta nueva situación que a todos preocupa. Algunos términos, ya conocidos, cuentan con un especial sentido ahora, como paro, pobreza y exclusión. Otros en cambio no aparecían en nuestras conversaciones habituales y poco a poco palabras como déficit, austeridad o recortes se multiplican en tertulias y medios de comunicación. En ocasiones, la mayoría, se convierten en eufemismos para esconder una forma de proceder que maquilla la realidad.
Los recortes se han convertido, para muchos gestores y gobernantes, en la palabra resumen, en la máscara tras la que esconder una serie de actuaciones sin aclarar su alcance, su magnitud ni sus repercusiones. A estos responsables habría que llamarlos ejecutores, pues la palabra contiene matices más adecuados.
El ejecutor nos informa de los recortes económicos, como si sólo de dinero se tratara. Acto seguido, curándose en salud, anuncian que dichos recortes no tendrán consecuencias ni sobre la calidad ni la cantidad de beneficiarios, y que esta nueva medida no supone recortes sociales, ni laborales, ni de servicios.
¿Cómo se pueden hacer recortes económicos sin consecuencias? Si ello fuera posible, ¿cómo es que no hicimos antes tantos y tantos cambios que ahora nos venden como recortes?
Especial preocupación debemos tener con los afectados por los recortes. Cada vez que usted oiga que suspenden un servicio, que cierran un centro de salud o que limitan la actividad de un colegio, piense en que siempre habrá dos tipos de afectados: los que pueden compensar con recursos propios y los que no. Preocúpese siempre de los segundos y piense en cómo recorte tras recorte los empujamos al precipicio de la exclusión social, mientras se mantienen los gastos militares, se financian aeropuertos insostenibles y se inauguran infraestructuras faraónicas.
Ricardo Redondas.
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